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La mano es un mito, es una historia que escribe y cuenta ella misma. La mano narra y convence igual que la boca, pero en su caso se considera una exageración o, a lo sumo, una peculiaridad más que una ventaja. Quizás sea porque escribe principalmente en el aire.

No quiere que todos escuchen. Rara vez narra algo íntimo, pero, a pesar de ello, permanece durante mucho tiempo sobre sus cabezas. No como halo, espada o lengua, sino como un segundo cielo muy bajo.

Hay dos tipos de historias: las de manos que te ayudan a no ahogarte, a salvarte de momento, y las de manos que te ayudan a perderte, a hundirte de una vez. La mano no distingue entre ellas. Las pronuncia todas de la misma manera mecánica. El resultado es indiferente para ella.

Tú, por tu parte, no tienes margen de elección.

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Está de pie en la playa. A una distancia segura del agua. No quiere mojarse los pies todavía. No está en el plan, no es el momento, por muy absurdo que parezca. Quiere que sea de una vez, por muy caprichoso que parezca. Orgulloso, mira inmóvil el agua inmóvil y se pregunta si permanecerán así durante mucho tiempo, cuál de los dos aguantará sin moverse, como el viejo juego de quién aguantará sin reírse. ¿Es este mi último juego? se pregunta. Nadie se ríe, nadie se agita ni agita nada desde un rato. El sol sale ante él igualmente inmóvil. Solo para mí hoy, piensa sin arrogancia. Para mí qué? se pregunta. Se inclina hacia abajo, casi doblándose por la cintura. Sabía desde el principio que él sería el primero en ceder y perdería. Siempre jugaba, pero poco antes de la victoria dejaba de creer. Se da cuenta de que la flexibilidad infantil aún no lo ha abandonado. A menudo se pone a prueba a sí mismo para ver si conserva otras habilidades infantiles, por ejemplo, si puede silbar con los dedos, si puede hacer grandes pompas de chicle, si es capaz de mantener inmóviles los globos oculares mientras finge dormir. Desde lejos parece estar inclinándose o prosternándose. Ninguna representación, ningún dios ante él. Solo para mí hoy, piensa de nuevo, sin sentir ahora ninguna sensación de extrañeza. Desata los cordones y se quita los zapatos. En el fondo distingue los cordones que le molestaban al caminar. Parecen pequeños nudos atados o dioses despiadados. ¡Como si se hubieran escondido aquí toda una vida! No los vacía. ¿Qué sentido tendría? De nuevo de pie. Tiene la sensación de que nunca ha estado tan erguido, pero no entiende si es el cielo lo que lo empuja hacia arriba, la tierra hacia abajo o ambos al mismo tiempo. Escribe en la arena húmeda la palabra flagrante, porque nunca la ha escrito en ningún sitio hasta ahora. Piensa en quitarse la ropa para no levantar sospechas. No hay nadie alrededor. Quiere que parezca, que se registre como un accidente, pero si no es así, no importa. Se quita la ropa, la dobla, se dobla él también de nuevo, sin doblar las rodillas. Con cuánta afectación poco antes del final, piensa, y la deja caer suavemente sobre la arena. ¡Qué ridículo! Mientras mira la ropa desde arriba, de pie sobre ella, su vejiga ligeramente hinchada le hace pensar en orinarle encima y luego prenderla fuego, aunque no está seguro de si el amoníaco de la orina es inflamable. Finalmente, decide enterrarla en la arena, como un tesoro o como un ensayo de un evento futuro. De pie y desnudo, a pocos pasos del agua, el agua aún tranquila, que ni anima ni disuade, el agua ni optimista ni pesimista. Ahora sopla una ligera brisa del mar y eso es suficiente para excitarlo. La inesperada erección lo desconcierta por un momento, no la había calculado, no estaba en el plan. Con la cabeza baja, mirando impasible su pene erecto, recuerda sin motivo aparente sus fantasías adolescentes, que intentaba en vano y con injustificados sentimientos de culpa detener, anular antes de que estallaran. Una solución contra natura, susurra. La erección prolongada comienza a perturbarlo, el plan debe cumplirse al pie de la letra. Se mete en el agua. Camina durante un rato. Eligió este mar precisamente por esa peculiaridad. Por sus interminables aguas poco profundas. Hace falta un camino especial para que te llene el vacío. Νecesita ese camino, esa fue su conclusión mientras confeccionaba el plan, para facilitarle las cosas, no para darle margen de arrepentimiento. La profundidad repentina no ayuda, al igual que no ayuda tirar un sapo en agua hirviendo para cocinarlo; la rana saltará inmediatamente fuera de la olla. Pero si pones la rana en agua fría y la calientas poco a poco, entonces es seguro que comerás una deliciosa sopa de rana. El agua ahora le llega hasta las rodillas. A pesar de la temperatura relativamente fresca, su erección no desaparece por completo. ¿Qué voy a hacer contigo ahora? piensa. No se avergüenza. Quizás hoy se le haya agotado su vergüenza. Quizás cada persona nazca con una reserva determinada de vergüenza. Este pensamiento lo tranquiliza y hace desaparecer su erección. Si tuviera el móvil consigo, buscaría en Google erección misteriosa antes del final y reservas de vergüenza. Le vienen a la mente los condenados a la horca. Al cabo de un rato, el agua cubre su pene. Su trayectoria tiene, sin duda, algo de teatral. Nunca superó la obsesión de que alguien lo vigilaba, lo sentía incluso en los momentos más triviales, cuando fregaba la grasa de las sartenes, en los más vergonzosos, cuando le gritaba a su hija, en los más orgullosos, cuando conseguía high score en los videojuegos. Antes de que el agua le cubra el vientre, se agacha y, con la cuerda que lleva consigo, se ata fuertemente las piernas. Se estremece y recuerda que nunca llegó a contar los granos de su hija cuando ella se estremecía, como le había prometido tantas veces, y por un momento se le pasa por la cabeza posponer un poco su plan y volver a casa con una pluma en la mano. Grita fuerte «¡No!» y ahora sí se avergüenza. A partir de ese momento, continúa su camino saltando. Cree que detrás de él hay cada vez más espectadores, pero su interés por la historia que se desarrolla es forzado, alguien les obliga a seguirla. «¿Soy ridículo?», se pregunta, y no se siente aliviado al pensar que quizá sea la última vez que se lo pregunta. Sabe que en este momento no está haciendo nada más que escribir la primera historia de su vida. El agua le llega al cuello y ahora ata sus manos con la segunda cuerda que lleva consigo. Con pequeños saltos continúa su camino hacia las profundidades. Mantiene las manos atadas fuera del agua, probablemente por el dramatismo de la postura. Casi no hace pie. Ya salta sobre las puntas de los pies. Baja las manos atadas hacia delante y las mira. Ahora ya no hace pie. Con los pies atados se mueve espasmódicamente, mientras que con una habilidad sobrenatural mantiene las manos inmóviles para observarlas. Los pies ya no aguantan más, ahora se mueven con dificultad, las manos comienzan a moverse contra su voluntad, contra el plan. El cuerpo no obedece. Se siente un poco más pesado por no haberlo calculado a tiempo, y se hunde un poco más rápido de lo previsto. Y entonces abre la boca de par en par. Se forman infinitas burbujas deslumbrantes contra el sol, que suben hacia la superficie del agua aún inmóvil —el agua es invencible, piensa—, mientras él se hunde casi rendido en algún lugar, en alguien. Los movimientos opuestos del cuerpo y las burbujas le recuerdan algo, pero lo ignora rápidamente para no apartarse del plan. El mínimo aire atrapado desempeña a la perfección el papel de guía, libertador, donante, unificador.

Su cuerpo ahora obedece.

Alguien sigue mirando sus manos inmóviles, alguien muy lejos de él.

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En Elefsina, una de las cuatro manos señala al Ángel de Bokanovski.

Este lugar es como una palangana, un vaso de noche que se desborda en el mar, dices.

Este lugar conecta de todas las formas posibles las extremidades (nuestras), ya sea con la materia desgastada o con la energía recuperada, digo.

Llegamos tarde, digo, nos hemos perdido, dices.

Mientras tanto, contemplamos agujeros en la tierra, nos meamos, nos retrasamos y nos perdemos todavía más. Llenamos agujeros con nuestra orina, con nuestros pensamientos.

Miramos las aguas doradas del mar y las de nuestros cuerpos. Se comunican, decimos o nos preguntamos al mismo tiempo. Da igual. Cada duda nuestra puede convertirse en certeza en este lugar.

Nos sentamos entre el templo y la fábrica. Primero escuchamos la música, los edificios en la noche, sobre el escenario y debajo, lejos de él, voces e historias, luego los miramos, luego no queda nada y nos miramos.

Un bonito nombre me ayuda a comprender y a llegar a la conclusión definitiva de que los edificios se escriben con e. *

«Estoy aquí», grita alguien en un francés chapucero. Oigo mal Soy hielo y comprendo por qué el hielo y la piedra se identificaban en otros tiempos.

La inestabilidad de la materia me ayuda a comprender quién es quién, quién está dónde, pero también cuál es mi relación con las personas en cada momento. Me tumbo y apoyo la cabeza en la tierra, y leo en el cielo despejado: la materia puede derrumbarse incluso en condiciones favorables.

La idea de una vesícula congelada me ayuda no solo a soportar la presión física del momento y los infinitesimales signos de la caída, sino también a elegir la bebida que tomaré más tarde.

El Ángel aterriza en el borde de una de las cuatro chimeneas altas, cierra sus alas, se inclina ligeramente, hace un movimiento como si bajara una cremallera e inmediatamente levanta la mirada hacia el mar. Intento comprender si ha elegido esa chimenea al azar, si es consciente de que está compartiendo un momento tan personal con mucha gente allá abajo, en la tierra, si está actuando, qué quiere decirnos. La espada en su mano no simboliza ni la danza ni la ira. Se trata de una ruptura del espacio y la luz, es decir, una burla, un intento desesperado de cortar los tres ejes de simetría de nuestras dos vidas.

Ya tengo una edad y no me apetece mear sobre las ruinas, sigamos adelante, dices. Más tarde nos sentamos a la mesa durante un rato, por difícil que sea, crecemos frente a frente, la charla y nuestras confesiones personales nos empapan.

Aliviados desde hace un buen rato esperamos a que nos ahoguen los líquidos angelicales.

* Edificio en griego se puede escribir de dos maneras: κτήριο ο κτίριο. El escritor, igual que la traductora, prefiere la primera, más antigua ortografía.