Dante

Canto V, Infierno

Traducción de José María Micó

Priamo della Quercia

El hecho de que incontables lectores de Dante hayan conocido a lo largo de los siglos, y conozcan aún hoy, el Canto V del Infierno como «il canto di Francesca» deja adivinar la familiaridad, la predilección que sintieron y sienten por él dentro del mosaico infinito de la Comedia.

Este canto destila, como la totalidad del poema, una profunda fascinación por el destino de las personas. Las metáforas e imágenes de Dante, tan a menudo prosopopeyas, revelan un humanismo en cuya entraña no hace mella ni siquiera el destino trágico de hombres y mujeres como Paolo y Francesca. Lo humano alienta y gobierna todo el universo de Dante, la naturaleza y el más allá. Su vasto poema de ultratumba es, en tanto que composición musical y verbal, un canto desbordante a la peripecia humana, que, para Dante, es siempre más que peripecia.

En el canto V, sin embargo, este humanismo esencial va un punto más allá. Si en infinidad de pasajes de la Comedia es la piedad o la compasión el sentimiento que embarga al poeta al contemplar el sino de los condenados, en este canto cabe pensar que un cuidado aún más punzante se enseñorea de él. Si la crueldad con que el destino se ceba en otros amantes legendarios casi le hace perder el sentido, con el dolor de Francesca Dante cae al suelo como muerto: «Y caí como un cuerpo muerto cae». Ese desmayo no se vuelve a dar en toda la Comedia; aunque disfrazado de piedad por él mismo, se antoja otra cosa que no parece ni compasión ni recuerdo amargo de Beatriz.

Este es «el canto de Francesca», no de Paolo, relegado a la condición de plañidera, silenciado cruelmente por Dante, que reclama a Francesca para sí. Virgilio, su musa, le ayuda a andar y le sostiene en su periplo por el Infierno, pero no logra impedir que se desplome como muerto aquí. ¿Qué sino amor, esa otra musa superior, podría haberle llevado a tal estado?

Este es, más que ningún otro, el canto del amor en la Comedia y Dante responde con el suyo. La sangre de los amantes tiñe el mundo, pero su ruina es pérdida para todos nosotros, como si con ellos se fuera lo mejor que tenemos. La Comedia sigue y Dante apenas ha echado a andar, pero ya sabemos que su canto amoroso es elegía. 


Santiago Sanz

    Infierno, Canto V

 

        Así bajé del círculo primero

        al segundo, que es algo más estrecho,

3     pero encierra un dolor más angustioso.

        Está el horrible Minos, que, gruñendo,

        examina las culpas a la entrada

6     y las juzga y sentencia con su cola.

        Digo que, cuando el alma mal nacida

        llega hasta su presencia, se confiesa,

9     y Minos, juzgador de los pecados,

        le asigna su lugar en el infierno,

        enroscando su cola tantas veces

12  como grados conviene que descienda.

        Siempre tiene delante muchas almas

        esperando su turno: se confiesan,

15  oyen el fallo y bajan a su puesto.

        «Oh tú que vienes a este triste hospicio»,

        gritó Minos al verme, interrumpiendo

18  su grave cometido, «ten cuidado,

        y si entras mira bien de quién te fías;

        no te engañe la anchura de la entrada».

21  Y mi guía le dijo: «¿Por qué gritas?

        No impidas su viaje. Está dispuesto:

        así se quiso allí donde se puede

24  lo que se quiere, y no hagas más preguntas».

        Ahora ya empiezan las dolientes notas

        a golpear mi oído; ya he llegado

27  adonde un llanto inmenso me conmueve.

        Llegué a un lugar de luz enmudecida

        que ruge como el mar tempestuoso

30  cuando contrarios vientos lo sacuden.

        La tormenta infernal, que nunca cesa,

        con su vértigo agita a los espíritus

33   y los aflige con sus sacudidas.

         Cuando llegan al vértice, comienzan

         sus gritos y lamentos, y con ellos

36   van maldiciendo la virtud divina.

         Vi que los condenados a esta pena

         eran los pecadores de la carne,

39   que la razón someten al instinto.

         Como los estorninos en invierno,

         llevados en bandadas por sus alas,

42   así aquel viento impulsa a estos espíritus

         aquí y allá y acá y allí sin tregua:

         no hay esperanza que les dé un momento

45   de reposo ni alivio en su castigo.

         Como entonan las grullas sus lamentos

         formando por el aire larga fila,

48   así vi que venían estas almas

         quejumbrosas, llevadas de tal ímpetu.

         Y dije: «¿Quiénes son, maestro, aquellas

51   gentes que el negro vendaval hostiga?».

         «La primera que ves», respondió entonces,

         «fue gran emperatriz, reina y señora

54   de muchos pueblos con diversas lenguas.

         Se entregó de tal modo a la lujuria,

         que en su ley la libídine era lícita,

57   para así condonar su vil conducta.

         De ella, que fue Semíramis, se lee

         que a Nino desposó y, al sucederlo,

60   mandó en las tierras que hoy el sultán rige.

         Esa otra por amor segó su vida,

         infiel a las cenizas de Siqueo.

63   La sigue la lasciva Cleopatra.

         Esa es Elena, causa de una larga

         desgracia, y ahí está el glorioso Aquiles:

66   contra el amor fue su último combate».

      Me habló de Paris, de Tristán, mostrándome

         a más de mil espíritus dolientes

69   a los que amor arrebató la vida.

         Cuando al fin mi maestro hubo nombrado

         tantas damas y antiguos caballeros,

72   de compasión perdí casi el sentido.

         «Poeta», le pedí, «me gustaría

         hablar a aquellos dos que vuelan juntos

75   y van ligeros a merced del viento».

         Mi guía respondió: «Cuando se encuentren

         más cerca de nosotros, se lo pides

78   en nombre el amor que los impulsa».

         Cuando el viento los trajo hasta nosotros,

         les dije así: «Oh almas angustiadas,

81   habladnos, si no hay nadie que lo impida».

         Como palomas que el deseo llama

         y al nido acuden con abiertas alas,

84   llevadas por el aire y el ansia,

         así, dejando el escuadrón de Dido,

         por la bruma vinieron a nosotros,

87   atendiendo mi ruego afectuoso.

         «Oh cortés y benigna criatura

         que cruzando esta niebla nos visitas.

90   El mundo se tiñó de nuestra sangre,

         y si estuviese Dios de nuestro lado,

         por ti le rogaríamos, pues vemos

93   que te inspira piedad nuestra desgracia.

         Lo que queréis saber escucharemos

         y hablaremos de todo lo que os plazca,

96   mientras el viento calla y lo permite.

         La tierra en que nací tiene su asiento

         en la ribera donde el Po se amansa

99   y desemboca con sus afluentes.

         Amor, que prende pronto en noble pecho,

         prendió en él cuando vio mi hermoso cuerpo,

102 que después cruelmente me quitaron.

         Amor, que al que es amado amar requiere,

         hizo que yo lo amase con tal fuerza,

105 que, como ves, aún no me abandona.

         Amor nos procuró una misma muerte.

         Caína está esperando al asesino».

108 Estas son las palabras que dijeron.

          Cuando escuché a estas almas malheridas,

          bajé tanto la vista y la cabeza

111 que mi maestro preguntó: «¿Qué piensas?»

          Yo respondí: «¡Ay, poeta, qué tristeza,

          cuán dulces pensamientos y deseos

114 los condujeron a su triste sino!».

          Después, volviéndome hacia ellos, dije:

         «Francesca, tus enormes sufrimientos

117 me hacen llorar, piadoso y afligido.

          Mas dime, cuando estabais entre dulces

          suspiros, ¿cómo y cuándo amor os hizo

120 tener por cierto vuestro afán dudoso?».

          Y ella me dijo: «No hay dolor más grande

          que recordar la dicha en la desgracia,

123 y esto muy bien lo sabe tu maestro.

          Pero como con tanto afecto anhelas

          saber de nuestro amor el nacimiento,

126 te lo dirán mi voz y el llanto a un tiempo.

          Leyendo por placer un libro un día,

          supimos del amor de Lanzarote;

129 estábamos a solas y sin cuita.

          La lectura juntó nuestras miradas

          muchas veces y nos ruborizamos,

132 pero todo ocurrió por un pasaje.

          Cuando supimos que tan noble amante

          besó el sonriente y deseado rostro,

135 este, que nunca abandonó mi lado,

          estremecido me besó en la boca.

          Libro y autor hicieron de galeoto:

138 ya no leímos más en todo el día».

          Esto dijo un espíritu, y el otro

          no hizo más que llorar; en ese instante

          me desmayé, abrumado por la pena.

142 Y caí como un cuerpo muerto cae.

__________

JOSÉ MARÍA MICÓ (Barcelona, 1961) es poeta, filólogo y traductor. Ha traducido en verso a Petrarca, el Orlando furioso de Ludovico Ariosto (Premi Nazionali per la Traduzione 2007) y a Ausias March. Su obra poética está recogida en La espera (1992), Recinto amurallado (1995), Letras para cantar (1997), Camino de ronda (1998), Verdades y milongas (2002), La sangre de los fósiles (2005) y Caleidoscopio (2014). Es catedrático de literatura en la Universidad Pompeu Fabra.       

Publicado el 23/09/2016

  Inferno, Canto V

         Così discesi del cerchio primaio

        giù nel secondo, che men loco cinghia

3      e tanto più dolor, che punge a guaio.

         Stavvi Minòs orribilmente, e ringhia:

        essamina le colpe ne l’intrata;

6      giudica e manda secondo ch’avvinghia.

         Dico che quando l’anima mal nata

        li vien dinanzi, tutta si confessa;

9      e quel conoscitor de le peccata

         vede qual loco d’inferno è da essa;

        cignesi con la coda tante volte

12    quantunque gradi vuol che giù sia messa.

         Sempre dinanzi a lui ne stanno molte:

        vanno a vicenda ciascuna al giudizio,

15    dicono e odono e poi son giù volte.

         «O tu che vieni al doloroso ospizio»,

        disse Minòs a me quando mi vide,

18    lasciando l’atto di cotanto offizio,

         «guarda com’ entri e di cui tu ti fide;

        non t’inganni l’ampiezza de l’intrare!».

21    E ’l duca mio a lui: «Perché pur gride?

         Non impedir lo suo fatale andare:

        vuolsi così colà dove si puote

24    ciò che si vuole, e più non dimandare».

         Or incomincian le dolenti note

        a farmisi sentire; or son venuto

27    là dove molto pianto mi percuote.

         Io venni in loco d’ogne luce muto,

        che mugghia come fa mar per tempesta,

30    se da contrari venti è combattuto.

         La bufera infernal, che mai non resta,

        mena li spirti con la sua rapina;

33    voltando e percotendo li molesta.

         Quando giungon davanti a la ruina,

        quivi le strida, il compianto, il lamento;

36    bestemmian quivi la virtù divina.

         Intesi ch’a così fatto tormento

        enno dannati i peccator carnali,

39    che la ragion sommettono al talento.

         E come li stornei ne portan l’ali

        nel freddo tempo, a schiera larga e piena,

42    così quel fiato li spiriti mali

         di qua, di là, di giù, di sù li mena;

        nulla speranza li conforta mai,

45    non che di posa, ma di minor pena.

         E come i gru van cantando lor lai,

        faccendo in aere di sé lunga riga,

48    così vid’ io venir, traendo guai,

         ombre portate da la detta briga;

        per ch’i’ dissi: «Maestro, chi son quelle

51    genti che l’aura nera sì gastiga?».

         «La prima di color di cui novelle

        tu vuo’ saper», mi disse quelli allotta,

54    «fu imperadrice di molte favelle.

         A vizio di lussuria fu sì rotta,

        che libito fé licito in sua legge,

57    per tòrre il biasmo in che era condotta.

         Ell’ è Semiramìs, di cui si legge

        che succedette a Nino e fu sua sposa:

60    tenne la terra che ’l Soldan corregge.

         L’altra è colei che s’ancise amorosa,

        e ruppe fede al cener di Sicheo;

61    poi è Cleopatràs lussurïosa.

         Elena vedi, per cui tanto reo

        tempo si volse, e vedi ’l grande Achille,

66    che con amore al fine combatteo.

          Vedi Parìs, Tristano»; e più di mille

        ombre mostrommi e nominommi a dito,

69    ch’amor di nostra vita dipartille.

         Poscia ch’io ebbi ’l mio dottore udito

        nomar le donne antiche e ’ cavalieri,

72    pietà mi giunse, e fui quasi smarrito.

         I’ cominciai: «Poeta, volontieri

        parlerei a quei due che ’nsieme vanno,

75    e paion sì al vento esser leggieri».

         Ed elli a me: «Vedrai quando saranno

        più presso a noi; e tu allor li priega

78    per quello amor che i mena, ed ei verranno».

         Sì tosto come il vento a noi li piega,

        mossi la voce: «O anime affannate,

81    venite a noi parlar, s’altri nol niega!».

         Quali colombe dal disio chiamate

        con l’ali alzate e ferme al dolce nido

84    vegnon per l’aere, dal voler portate;

         cotali uscir de la schiera ov’ è Dido,

        a noi venendo per l’aere maligno,

87    sì forte fu l’affettüoso grido.

         «O animal grazïoso e benigno

        che visitando vai per l’aere perso

90    noi che tignemmo il mondo di sanguigno,

         se fosse amico il re de l’universo,

        noi pregheremmo lui de la tua pace,

93    poi c’hai pietà del nostro mal perverso.

         Di quel che udire e che parlar vi piace,

        noi udiremo e parleremo a voi,

96    mentre che ’l vento, come fa, ci tace.

         Siede la terra dove nata fui

        su la marina dove ’l Po discende

99    per aver pace co’ seguaci sui.

         Amor, ch’al cor gentil ratto s’apprende,

        prese costui de la bella persona

102  che mi fu tolta; e ’l modo ancor m’offende.

         Amor, ch’a nullo amato amar perdona,

        mi prese del costui piacer sì forte,

105  che, come vedi, ancor non m’abbandona.

         Amor condusse noi ad una morte.

        Caina attende chi a vita ci spense».

108  Queste parole da lor ci fuor porte.

         Quand’ io intesi quell’ anime offense,

        china’ il viso, e tanto il tenni basso,

111  fin che ’l poeta mi disse: «Che pense?».

         Quando rispuosi, cominciai: «Oh lasso,

        quanti dolci pensier, quanto disio

114  menò costoro al doloroso passo!».

         Poi mi rivolsi a loro e parla’ io,

        e cominciai: «Francesca, i tuoi martìri

117  a lagrimar mi fanno tristo e pio.

         Ma dimmi: al tempo d’i dolci sospiri,

        a che e come concedette amore

120  che conosceste i dubbiosi disiri?».

         E quella a me: «Nessun maggior dolore

        che ricordarsi del tempo felice

123  ne la miseria; e ciò sa ’l tuo dottore.

         Ma s’a conoscer la prima radice

        del nostro amor tu hai cotanto affetto,

126  dirò come colui che piange e dice.

         Noi leggiavamo un giorno per diletto

        di Lancialotto come amor lo strinse;

129  soli eravamo e sanza alcun sospetto.

         Per più fïate li occhi ci sospinse

        quella lettura, e scolorocci il viso;

132  ma solo un punto fu quel che ci vinse.

         Quando leggemmo il disïato riso

        esser basciato da cotanto amante,

135  questi, che mai da me non fia diviso,

         la bocca mi basciò tutto tremante.

        Galeotto fu ’l libro e chi lo scrisse:

138  quel giorno più non vi leggemmo avante».

         Mentre che l’uno spirto questo disse,

        l’altro piangëa; sì che di pietade

        io venni men così com’ io morisse.

142  E caddi come corpo morto cade.