Jean-Yves Bériou

El arrebato de las cosas

Traducción de Miguel Casado, Ildefonso Rodríguez, Cinta Moreso y Juan Pablo Roa

La teoría del amor: la ira del cielo

bajo la falda de la amante.   

La magnífica sobriedad de sus imágenes crece, literalmente, sobre los despojos del mundo. La poesía llega siempre demasiado tarde: todo ha sido ya hecho o deshecho, jadeando, palpitando tras una vida desesperada. ¿Por qué, entonces, la cólera, cuando no cabe sino constatar el estado de las cosas? Es porque la cólera está aún del lado de las cosas, porque las propias cosas son cólera en reposo, que ha entrado en ellas: «¿Y si acecháis la llegada de la cólera entre las ramas, la gran cólera perezosa y sus abismos invertidos? No, fijaos más bien en la cima donde crece el ciruelo, la muy dulce pradera donde duerme mi padre; preguntad por vuestro camino y seguid adelante, con una máscara de agua sobre el rostro.» 

Hay en Jean-Yves Bériou, al mismo tiempo que cólera, una gran atracción por la transparencia, por el flujo de las cosas. No tratar de retener el curso del mundo es acompañarlo mejor y mantenerse próximo a su evidencia, incluso cuando ésta es violenta, ciega, iterativa, cuando se superpone al mundo como un mundo más puro, bárbaro y real, un mundo presa de sus demonios; de sus demonios exteriores, si puede decirse así: «Por cierto, la muerte atraviesa el curso de agua como una osa enloquecida, con la miel ardiendo de deseo en sus fauces, en la vulva de flor en lágrimas. Imagino la osa, el deseo, la miel, la vulva, la flor, las lágrimas, el color negro, imagino también el ojo y su olor; pero no imagino la muerte.» 

Es evidente que estos poemas extraen su fuerza en gran medida de la fuerza de los elementos y de los apetitos que despiertan: cielo cortante, vientos terribles, remotas landas, mar olorosa, luz cruda, damas blancas, reinas y hadas, cadáveres y esqueletos expuestos al sol, acantilados abismales, animales fabulosos, deseo imperioso, apetitos de ogro, sed inagotable, música suntuosa (jazz), refinada gastronomía, ornitología mágica, etc...  No terminaríamos nunca de nombrar las sensaciones fuertes y los poderosos saberes donde se abreva esta poesía y la acumulación casi rabelesiana que profesa.  En ella, el mundo parece la espuma de un mundo experimentado con vigorosas brazadas, sumergiéndose en aguas profundas. La violencia inherente a las cosas es la garantía de su pureza. Su rudeza hace posible el lirismo. El arrebato de las cosas es su éxtasis a ras de ellas mismas. 

Laurent Albarracin

El imperio de la superstición

En una metrópoli usada, arde la revuelta lujosa: los amotinados tienen tiempo para mirar a lo lejos cómo pasan las ocas salvajes.

En los desiertos de piedra pómez, un gran pájaro cegado viene algunas veces a soplar sobre las brasas de los hogares y reaviva las hogueras de la fatiga.

El imperio de la superstición, las señales de la memoria, allá, entre las nubes, sobre el rostro de los amantes, en un juego de cartas trucado.

Traducción de Ildefonso Rodríguez

Pronto, de nuevo, las desapariciones

Para Antonio G. 

La infancia, siglos para esperar. Él reía, había dejado su cráneo en la mesa del jardín. Pronto el vuelo alto de las ocas salvajes.

La cabeza: una torre en llamas que gira dentro del corazón. Órganos, órganos de nuevo. Y la nieve carbónica de un cielo, de dos cielos, de tres mares.

Arden el cielo y las estaciones que inventamos. Música de las esferas, vieja música de las arterias. Pero la pereza de los asesinos, el ejército de los astros que ya no se ven, la juventud imperativa. Ella, con sus labios blancos, sus ciudadelas de cristal, palacios de brasas.

Vuelve a la ventana abierta sobre la rabia: las plumas arrancadas, la sangre de las cosas, los vidrios obstinados. Y la dulzura de los aparecidos.

Sí, en una terraza a la hora de la cena, la dulzura de los aparecidos; acercarse al olvido y los setos que florecen, apretar una bola metálica de cielo en la mano izquierda, en tanto la derecha ilustra la teoría de las dos maldiciones.

Abandonar tus cornejas, tus yeguas, tus estrellas. Dejarlas a la entrada, en el infinito de los adioses. Deshacerte de los huesos que crujen, de la imposibilidad.

Bajar a lo más hondo del cielo. Se hunde lo que no existe. Pero los corros de los niños, la serpiente de los ejidos, la que se llama con todos los nombres. No, no los recuerdos.

Ármate de impaciencia, regresa a la fuente de los animales perdidos. Pero no los recuerdos, más bien la mano fría. Extraviada y recuperada, la mano de venas mercuriales.

Las campanas del pánico doblan, silenciosas, en las casas abandonadas de los lagartos. Tú te tiendes entre los animales cansados, entre los perros de la sal. Las perras del hastío.

Ella respira, la máquina muerta, en los escaparates uranios. Ella se levanta, la cabeza cortada del amor, sobre los edificios de los grandes bulevares, a la hora del búho. Y de su sombra de búho.

A la hora de los números amenazadores y de los párpados azules.

Pasado el primer puente de las garzas reales, se rechaza a los espectros, se les abraza.

Despertarse por la noche para entreabrir la puerta del cerebelo. Querer sentir el viento de alta mar, los planetas en la lejanía, las hogueras musicales.

Nudos de sombras que se deshacen en lo negro: qué perfecta es la luz.

¿Es vértigo esta luz en los labios ensangrentados? ¿Es luz esta foca que dormita sobre la piedra plana del corazón? ¿Es mañana esta vela negra en la bahía de los cormoranes?

Mañana, la música, la gaviota perfecta, el silencio del grito. El océano, el crespón del extravío, sus tambores velados, sus estandartes raídos, las aprensiones del cangrejo en la piel de agua de una charca. El océano, y nada.

La infancia, siglos para la piel. Él canta a grito pelado, acodado en la eternidad, su cráneo abierto por el viento de la pleamar. Bebe en las barras de la inocencia y de la crueldad.

Pronto, de nuevo, las desapariciones.

Traducción de Miguel Casado

Ni dios ni amo

                                                                           Para Anne-Marie B. y Pierre P.

Él no se busca

anda por una calle blanca de pájaros

No sirve a ningún amo, ni siquiera al de las tabernas

el gran nervio en carne viva que rueda por las sendas de la infancia

que recorre el campo hacia el mediodía

Su columna vertebral, una bandera que sólo ondea

con el viento de los relámpagos

Un fuerte viento, él no busca nada más

una horda de venas duras, una mano

anudada en la sombra de sus pasos

Nunca se buscará

Retoma su camino, y aún es mediodía,

Se ensombrece el campo, él contempla la llanura,

sus siglos, sus fuegos abandonados, la crueldad,

el mar detrás del mar, el velero roído

por las nubes, el hocico del cielo

sobre la piedra más alta, las garras

del cielo sobre el adiós, sobre la cantina

y la sombra del bebedor

En los barrancos del cielo, el más amplio, el más acre,

ya no resonará el mediodía, sólo este adiós:

la cabeza ácida de un pájaro, sus huesecitos:

el reloj de la muerte

No sirve a ningún amo, ni siquiera a sí mismo

retomará su camino, y siempre es mediodía

retomará su camino, y cae la noche.

Traducción de Ildefonso Rodríguez

   

La teoría del amor

Sobre el musgo el riachuelo

las negras armas

melladas

Sin gritar, clava tus dulces dientes

en el vientre de la sombra

encontrarás los huesos la linfa

de los pájaros

si supieras cavar el mundo

hasta la saciedad

quemar los rastrojos luminosos

del olvido

Desciende, desciende allá

donde el río a los espejos se encadena

desmenuza entre tus dedos la hierba de las sepulturas

y celebrarás el escollo atento

los Sargazos del corazón

el ínfimo navegar

La teoría del amor: la ira del cielo

bajo la falda de la amante.                                          

Traducción de Cinta Moreso

 

Canción del pan seco

           

Para Louis-François D

La noche de los príncipes sin princesas

la noche de los viejos zorros ahorcados

la noche herrumbrosa de las armas melladas

la noche de las habitaciones condenadas

el cantante con su voz de polvo

La pelirroja sus joyas de calavera

la morena que duerme en el desierto

la lana negra de sus besos

pero el día de las tumbas líquidas

el polvo de los espejos el cráneo

de aquella rubia la que muere cada día

La llave de la clínica ahí arriba

donde grita el cuervo de la ironía

sus amores de barbecho su corazón

de paja azul su cabeza de insecto

Pero la luz entre la luz

pero la luz bajo la puerta

y la muerte dentro de la cocina

La noche de las princesas idas

la noche de los armarios vacíos

la noche de los siglos a cuestas

La noche el día del pequeño simio

el pan seco del alba en la cama   

Traducción de Juan Pablo Roa

 

La voz del miedo

La voz de las estrellas perdidas

i     

Los dientes del mundo

mascan el amor

a medianoche a mediodía

fluye el néctar se oxida

flor de los abismos

No despiertes al pájaro negro

que solloza en el armario

su picoteo su herida de sal

la sombra de lunas de mercurio

En el horizonte la nube de polvo

es el cangrejo y sus acólitos

su cielo su rosa su herida

el canto de la osamenta el agua viva

la canción de los marineros

las compuertas del cielo

Todo es negro

incluso la gallina roja

del hastío. Picotea

allá arriba la cabeza de la agonía

vuelven los rosales de la luna

muslos azules de lo negro 

que cae sobre lo negro

Todo es negro:

las habitaciones sin ventanas

abiertas hacia el amor la noche

de los prados la noche de nada

el trigo negro de los espejos

la escarcha que dormita

en los ojos del zorro

Todo es negro

incluso lo negro de la primavera

inclemente la sombra de los supervivientes

ii 

Los dientes del mundo

trituran el amor

a medianoche a mediodía

el tiempo es su espejo

Que no despierte el ave oxidada

que dormita en el armario

se despierta insulta

la sombra ósea de la pájara

El niño merodea sueña 

entre las zarzas del cielo:

quien hoy muere

morirá mil veces

a lo lejos una voz

como una estrella perdida

el miedo y su voz 

sacuden la fortaleza

voz concisa de los desvelados

la sombra dispersa sus banderas

nuestros jardines gravitan

por debajo de la luna

Un cangrejo que sueña en la arena

amantes perdidos en el sótano

el mundo es quien sopla

La ventana está cerrada

el viajero se detiene

se vacía la gaviota del amor 

de su sangre echa a volar la gaviota 

no piensa en nada dice 

que no piensa en nada.

(Primavera de 2014)  

                                                                                    
                                                                       Traducción de Juan Pablo Roa


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JEAN-YVES BÉRIOU (1948) reside en Barcelona desde 1987. En colaboración con Martine Joulia, ha traducido al francés a Antonio Gamoneda (Libro del frio, Antoine Soriano éditeur, y Libro de los venenos, Actes Sud), a Ildefonso Rodríguez (Mis animales obligatorios, Antoine Soriano éditeur), a Miguel Suárez (Voz del cuidado, Antoine Soriano éditeur) y a Olvido García Valdés (selección de poemas, Cadastre8Zéro). En breve, se publicará su traducción al francés de Filiación oscura del poeta venezolano Juan Sánchez Peláez.

Con Derry O’Sullivan, han traducido también el Lamento de la vieja mujer de Beare, largo poema anónimo en irlandés de los siglos VIII o IX (tercera edición en L’Escampette, 2006). Han publicado igualmente textos de sean-nós (traducidos al inglés, al castellano y al francés), el cante jondo a cappella del oeste irlandés (Dord an Ducháis/12 canciones tradicionales del Connemara, Coiscéim, Dublin, 2009). Actualmente trabajan en una antología de poesía de lengua irlandesa medieval.

Ha publicado tres libros de poesía: Le château périlleux (l’Escampette, 2003), L’Emportement des choses (L’Escampette, 2009) [El arrebato de las cosas, Paralelo Sur, 2015] y Le monde est un autre (L’Escampette, 2013).Algunos de sus poemas y textos diversos, traducidos al castellano, han sido publicados en las revistas El Signo del Gorrión, Zurgaí, Solaria, Falar/hablar de poesía, Millenrama, Revistatlántica, Animal sospechoso, Paralelo Sur, El vaso roto y Caravansari y las revistas en línea 7de7, Fronterad y TamtamPress.  

Publicado el 09/06/2015

L’empire de la superstition

Dans une métropole usée, brûle l’émeute luxueuse : des émeutiers prennent le temps de regarder au loin passer des oies sauvages.

Dans les déserts de pierre ponce, un grand oiseau aveuglé quelquefois vient souffler sur les braises des foyers et ravive les bûchers de la fatigue.

L’empire de la superstition, les signaux de la mémoire, là entre les nuages, sur la face des amants, dans un jeu de cartes truqué.

«Le monde est un autre», L’Escampette, 2013.

Bientôt, encore, les disparitions

À Antonio G.

L’enfance, des siècles à attendre. Il riait, son crâne déposé sur la table du jardin. Bientôt les hauts vols d’oies sauvages.

La tête : une tour en flammes qui tourne dans le cœur. Organes, organes de nouveau. Et la neige carbonique d’un ciel, de deux ciels, de trois mers.

Brûlent le ciel et les saisons que l’on invente. Musique des sphères, vieille musique des artères. Mais la paresse des assassins, l’armée des astres qu’on ne voit plus, la jeunesse impérative. Elle, ses lèvres blanches, cités de verre, palais de braises.

Reviens à la fenêtre ouverte sur la rage : les plumes arrachées, le sang des choses, les cristaux obstinés. Et la douceur des revenants.

Oui, sur une terrasse à l’heure du repas du soir, la douceur des revenants ; on se rapproche de l’oubli et de ses haies de fleurs, on serre une boule métallique de ciel dans la main gauche, pendant que la droite illustre la théorie des deux malédictions.

Abandonner tes corneilles, tes juments, tes étoiles. Les laisser dans l’entrée, dans l’infini des adieux. Te défaire des os qui craquent, de l’impossibilité.

Descendre au plus profond du ciel. S’effondre ce qui n’existe pas. Mais les rondes des enfants, le serpent des banlieues, celui qui a tous les prénoms. Non, pas les souvenirs.

Arme-toi d’impatience, retourne à la fontaine des bêtes perdues. Mais pas les souvenirs, plutôt la main froide. Égarée et retrouvée, la main aux veines mercurielles.

Les cloches de l’effroi battent, en silence, dans les maisons désertées des lézards. Tu t’étends entre les bêtes lasses, parmi les chiens du sel. Les chiennes de l’ennui.

Elle respire, la machine morte, dans les vitrines ouraniennes. Elle se dresse, la tête coupée de l’amour, au-dessus des immeubles des grands boulevards, à l’heure du hibou. Et de son ombre de hibou.

À l’heure des nombres menaçants et des paupières bleues.

Passé le premier pont des hérons cendrés, on repousse les spectres, on les embrasse.

Se réveiller la nuit pour entrouvrir la porte du cervelet. Vouloir sentir le vent du large, les planètes là-bas, les brasiers musicaux.

Des nœuds d’ombres que l’on défait dans le noir : combien parfaite est la lumière.

Cette lumière aux lèvres en sang, est-ce vertige ? Ce phoque qui sommeille sur la pierre plate du cœur, est-ce lumière ? Cette voile noire dans la baie des cormorans, est-ce demain ?

Demain, la musique, la mouette parfaite, le silence du cri. L’océan, le crêpe de l’égarement, ses tambours voilés, ses étendards dévorés, les petites peurs du crabe dans le peu d’eau d’une flaque. L’océan, et rien.

L’enfance, des siècles pour la peau. Il chante à tue-tête, accoudé à l’éternité, son crâne dévissé par le vent des hautes mers. Boit aux comptoirs de l’innocence et de la cruauté.

Bientôt, encore, les disparitions.

«Le monde est un autre», L’Escampette, 2013.

Ni dieu, ni maître

                                               À Anne-Marie B. et Pierre P.

Il ne se cherche pas

il marche dans une rue blanche d’oiseaux

Il ne sert aucun seigneur, pas même celui des auberges

le grand nerf à vif qui rôde sur les chemins de l’enfance

qui bat la campagne vers midi

Sa colonne vertébrale, une bannière qui ne flotte

qu’au vent des éclairs

Un grand vent, il ne cherche rien d’autre

une horde de veines dures, une main

nouée sur l’ombre de ses pas

Il ne se cherchera jamais

Il reprend sa route, et c’est encore midi

La campagne noircit, il contemple la plaine,

ses siècles, ses feux abandonnés, la cruauté,

la mer derrière la mer, le voilier rongé

de nuages, le groin du ciel

sur la plus haute pierre, les griffes

du ciel sur l’adieu, sur la buvette

et l’ombre du buveur

Dans les ravins du ciel le plus ample, le plus âcre,

midi ne sonnerait plus, ça serait cet adieu :

l’acide tête d’un oiseau, ses petits os :

l’horloge de la mort

  

Il ne sert aucun seigneur, encore moins lui-même

il reprendra sa route, et c’est toujours midi

il reprendra sa route, et la nuit tombe.

«L’emportement des choses», L’Escampette, 2010.

La théorie de l’amour

  

Sur la mousse le ruisseau

les armes noires

ébréchées

Sans crier, plante tes douces dents

dans le ventre de l’ombre

tu rencontreras les os la lymphe

des oiseaux

si tu savais creuser le monde

jusqu’à plus soif

brûler les pailles lumineuses

de l’oubli

Descends, descends là-bas

où le fleuve aux miroirs s’enchaîne

écrase entre tes doigts l’herbe des sépultures

et tu célébreras l’écueil attentif

les Sargasses du cœur

l’infime navigation

La théorie de l’amour : la rage du ciel

sous la jupe de l’amante.

«L’emportement des choses», 2010.

Chanson du pain sec

                                       à Louis-François D.

La nuit des princes sans princesses

la nuit des vieux renards pendus

la nuit rouillée des armes ébréchées

la nuit des chambres condamnées

le chanteur à la voix de poussière

La rousse ses bijoux de squelette

la brune qui dort dans le désert

la laine noire de ses baisers

mais le jour des liquides tombeaux

la poudre des miroirs le crâne

de cette blonde elle meurt chaque jour

La clé de la clinique là-haut

où crie le corbeau de l’ironie

ses amours de guérets son cœur

de paille bleue sa tête d’insecte

Mais la lumière dans la lumière

mais la lumière sous la porte

et la mort dans la cuisine

La nuit des princesses allées

la nuit des armoires vides

la nuit des siècles sur l’épaule

la nuit le jour du petit singe

le pain sec de l’aube dans le lit.

«L’emportement des choses», L’Escampette, 2010.

La voix de la peur

La voix des astres perdus

I

Les dents du monde

mâchent l’amour

de midi de minuit

le jus coule rouille

fleur d’abîme

Ne réveille pas l’oiseau noir

qui sanglote dans l’armoire

ses coups de bec sa plaie salée

l’ombre des lunes de mercure

À l’horizon le nuage de poussière

c’est le crabe et ses acolytes

leur rose leur ciel leur blessure

le chant des ossements l’eau vive

le chant des mariniers

l’écluse du ciel

Tout est noir

même la poule rousse

de l’ennui. Elle becquète

la tête là-haut celle de l’agonie

le retour des rosiers ceux de la lune

les cuisses bleues du noir

qui tombe sur le noir

Tout est noir :

les chambres sans fenêtres

ouvertes sur l’amour le soir

des prairies le soir de rien

le blé noir des miroirs

le givre qui somnole

dans les yeux du renard

Tout est noir

même le noir d’un printemps

impitoyable l’ombre des survivants

II

Les dents du monde

broient l’amour

de midi de minuit

le temps est son miroir

Ne réveille pas l’oiseau oxydé

il somnole dans l’armoire

il se réveille il insulte

l’ombre osseuse de l’oiselle

L’enfant rôde il rêve

entre les ronces du ciel :

qui meurt aujourd’hui

meurt mille fois

au loin une voix

comme un astre perdu

la voix de la peur

elle ébranle la forteresse

concise voix des insomniaques

l’ombre disperse ses bannières

nos jardins gravitent

sous la lune

Crabe qui rêvasse dans le sable

amants perdus à la cave

c’est le monde qui souffle

La fenêtre est fermée

le voyageur s’arrête

la mouette de l’amour s’est vidée

de son sang la mouette s’envole

elle ne pense à rien elle dit

qu’elle ne pense à rien.

(printemps 2014)