David Casassas

Invierno Boreal Austral

Los poemas de David Casassas (Barcelona, 1975) resuenan como canciones perturbadoras ocultas en algún lugar de la infancia. Su ritmo fuertemente marcado y su rima de resonancias arromanzadas anestesian el entendimiento mecánico. Atentos al sonido de las palabras olvidamos su sentido inmediato: queda un poso de imágenes sueltas; sueltas, pero concisas, como si Jorge Guillén se hubiese contagiado de Lorca.

Hay un cierto surrealismo no exento de desafíos -«a ver si se atreve el viento»- y su sensibilidad verbal es prelógica, de un modo sólo formalmente emparentado con las vanguardias históricas. En sus poemas el discurso articulado se quiebra en sonidos y sentidos aparentemente inconexos que dejan flotando imágenes en el espacio, la emanación de algo terrible que acecha a la vuelta de la esquina.  Y curiosamente su sujeto, plural y dúctil, nos habla «desde el más acá», ya que en medio de este rito trágico e ineluctable hay un intento por comprender lo particular en sí mismo hasta su más íntimo detalle: «el ojo buscando al ojo».

El cielo blando -«cel tou»- y el yo que afirma exultante «jo deliro» proponen un orden distinto y cambiante de la experiencia inmediata. En su hipnótica repetición formal y sonora dan acceso a un mundo que termina por cerrarse sobre sí mismo en un solitario cuerpo de mármol -«solitari cos de marbre»- subiendo y bajando entre los escombros. Sus poemas crecen, con una coherencia poética instintiva, en español y catalán, las dos lenguas nodriza de la imaginación de su autor.

[De Boreal Invierno Austral]

Rugoso, rojo y quebrado,

grito viejo como el miedo,

el mundo constante asoma

las mismas formas,

el mismo crecimiento.

A ver si se atreve el viento.

Me descuelgo casa abajo

del quinto a la planta baja,

aferrado al tenso cabo

de las mantas y cordones

y amarillas faldas Suecia

y sábanas y pantalones

y botones y trozos de aire. 

Me descuelgo atravesado

por el espino que destila, 

que extiende horas y colores, 

que caracola la ventada

que remonta la montaña, 

barrio arriba, teja rosácea.

Me descuelgo ametrallado, 

cadeneando la ropa seca

de mi vivir, el soñar

del viejo simio africano

temeroso en árbol alto, 

temeroso de ir de bruces

al polvo de la sabana. 

Y después volver a subir:

ya no sé si subo o bajo

-estoy en el solo objeto-.

Y después volver a volver,

piel arriba, a ras de suelo, 

enroscado sobre el ansia

paridora y africana

de las ganas soberanas

de subir y después bajar, 

y en el alféizar de tu balcón, 

hacer de todo la cosa sola.

Me descuelgo.


De rateros, caníbales, salvajes,

sentinas de hurto y bandidaje:

yo aquí quedo, yo aquí muero, yo aquí paro,

charca en que caigo y lento me deshago.

Des-soy en luz de ojo parejo,

mirada perdida de asesino:

sicario común al que me ato,

lodo nuestro que da abrigo,

me tiende la consunción constante

y doy muerte al frío que aparta al destierro,

aire al cuerpo que, en forma ya desnuda,

nos nace azules, transparentes al despojo.

Bandidos, caníbales, salvajes,

papamos moscas,

vimos ya mares y mares.

Nada nuevo en la vieja sentina:

las mismas albercas, los mismos objetos,

la misma cualidad de estar ahí quietos,

día que se abre y persevera y mundo nace.

Tendidos en la consunción constante,

fuimos lodo listo ya para el olvido.



Eleva la luna creciente

el lecho del río

a las horas más quietas.


Membrana, tiempo envoltorio, 

huesos aire, calinosos;

piel traslúcida, la suerte: 

señálame tu cuerpo. 

Señálame tu mundo:

fraseo blanco, materia córnea; 

señálame los contornos, 

la posición de las cosas. 

Tierra adentro, con el fuego, 

hojas de árbol se transforman. 


Era un badén consumido,

un paso cortado del agua;

cuesta arriba, día invierno:

eran troncos verticales.

Ríos del mar, mar letargo,

eran fluidos de insectos,

latencia de cuerpos, granada:

eran días, carne elástica.

Tibios los pies, la medusa

fue un resoplido perpetuo

de animal parasitado:

camaleón prehistórico,

bestia solar, pez exhausto,

era un oscuro vaivén.

Cuesta arriba, mar adentro,

arrojamos al vacío

cuanto llevábamos puesto.

De acuerdo a las leyes del cambio.


Y sumimos al vuelo

párpados y pestañas,

que sacudimos al aire.

Y en barrancos y olmedos

echamos a andar,

ligeros, menudos,

en cantos rodados,

en mantos de hojas

ardientes, punzantes,

que, protones atrás,

oxígeno puro,

dejó, rojo, el otoño.





[De China, inédito]



Cuando descubrimos China fue una calma contenida. El pez yacía al ritmo del bote. El gordo. Sólo abrió un ojo. Nos miró perezoso, alzando con esfuerzo el párpado sellado en el cristal de la sal, sin dejar de apuntar con el morro al horizonte. El gordo bebía. Nunca dejó de beber. Nos esforzamos en saber la lejanía china y el peligro de las escamas como ojos, el peligro de las escamas que plateaban el mar con su mirada del filo del cuchillo, que magullaban la quilla y herían nuestros pies negros. El bote aullaba. Nos esforzamos en saber el pez, que bebía a sorbos el mundo teñido de China, engullendo a medida que seguía nuestro viaje tendido sobre la sombra del bote en el fondo del mar. Gordo, inmensamente advertido de los trayectos, leyó nuestra ruta y envuelto en la corriente se resignó a los sorbos. Y lo olvidó todo. Olvidó que sabíamos, que sabíamos que el mundo era ahora China, China por todas partes, un mar china. China en las olas, China en los ojos, China en las manos y en los nudos, China en la sal, China en el horizonte. El gordo olvidó y descansó a la sombra nuestra, inmensamente bobo, inmensamente muerto. Y bebió el camino recorrido y la ruta leída en la arena ensombrecida del fondo. La ruta leída en nuestros rostros aferrados al mástil, encordados piadosamente en el zurcido del mar, que nos observaba solo. No había espacio entre rostro y rostro, revueltos como estaban en el curso imparable de las aguas, de las ramas y los hierros y las rocas. Así descubrimos China. Y el sol iluminó el mundo cálido, que penetró en nosotros lentamente, en constante goteo, a través de nuestros ojos de almendra, que sostenían, cada vez más sosegados, vencido el temor, con creciente denuedo, aquel pelo lacio nuestro.

«Demasiado mar. Hemos visto tanto. No habíamos comprendido la gran masa de agua. La oscuridad y el peligro del mar, que da miedo y piedad. Y nos hemos dejado atrapar, y ahora somos ala mortaja. Y morimos sobre la arena y las hormigas nos devoran.»

Deshechos, despedazados, de siempre muertos, lanzamos la mirada al mundo tenso. «Perdimos la mirada», dijeron. Despedazados y sin embargo en la tarde china conscientes de la continuidad de nuestros miembros. Un hálito que, como la cuerda podrida de la nave, como las antenas sensibles de los gasterópodos, al soplarlo iba a estirar las piezas y a erguir de nuevo el cuerpo. Despedazados en la playa. Despedazados y sin embargo en la tarde china conscientes de la obstinada unidad de nuestro tiempo. Era una fuerza incrustada en la espalda, una punzada hiriente, un dolor denso. «Luego te querré todos los granos de arena de tu cuerpo liso y blanco», dijeron. Y de ahí la necesidad. Porque el soplo puso de manifiesto las cuevas, las aperturas. Y allá estábamos nosotros, erguidos ante ellas, con el puñal en la espalda vertiendo un reguero de óxido que se perdía entre las nalgas. Imposible negarlo. «Dame la mano». Así que nos levantamos, y exhaustos, sin fuerzas, inertes, con las cuencas de los ojos escarpadas, ya vacías, miramos la lejanía china. Y el mar dio un espasmo, se encogió y se estiró como las antenas de los gasterópodos, se dolió de nuestro aguijonazo que lo penetraba hasta la humedad de su carne. Y ese movimiento nos hizo ligeros, nos hizo gravitar sin caernos, nos hizo vivir aun estando muertos. Porque se podía respirar. Porque el aire nos atravesaba como atravesaba el mundo por las aperturas de sus formas, por los túneles de la materia, en la bocana del puerto viejo, en las piedras que transporta el viento, en el movimiento inacabado de las anémonas.

                   

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David Casassas (Barcelona, 1975). Profesor de ciencias sociales y filosofía política en la Universidad de Barcelona. Ha publicado poemas en diversas revistas y plaquettes. Boreal Invierno Austral  (Animal Sospechoso Editor, Barcelona, 2016) es el primer poemario que publica.

Em despenjo casa avall,

del cinquè a la planta baixa,

arrapat al tens cordam

de les mantes i els mitjons

i faldilles groc Suècia

i llençols i pantalons

i botons i trossets d’aire.

Em despenjo travessat

pel filferro que destil·la,

que estén hores i colors,

que cargola el cop de vent

que remunta la muntanya,

barri amunt, teula rosada.

Em despenjo metrallat,

cadenant la roba estesa

del meu viure, el somniar

del vell mico africà

temorós al cim de l’arbre,

temorós d’anar de morros

a la pols de la sabana.

I després tornar a pujar:

ja no sé quan pujo o baixo

–sóc al mig del sol objecte–.

I després tornar a tornar,

pell amunt, arran de terra,

arrissat damunt la por

paridora i africana

de les ganes sobiranes

de pujar i després baixar,

i a l’ampit del teu balcó,

fer de tot la cosa sola.

Em despenjo.

Membrana, temps embolcall,

ossos serp, caliginosos;

pell translúcida, la sort:

assenyala’m el teu cos.

Assenyala’m el teu món:

fraseig blanc, matèria còrnia;

assenyala’m els contorns,

les posicions de les coses.

Terra endins, foc al camí,

fulles d’arbres es transformen.

«Massa mar. N’hem vist tanta. No havíem entès la gran massa d’aigua. La foscor i el perill de la mar, que fa fred i pietat. I ens hi deixem atrapar, i som ala mortalla. I morim sobre la sorra, i les formigues ens devoren.»