María Ángeles Pérez López

Puñal y atavío

Con vocación narrativa y una escritura que es propiamente pintura, visión plástica y táctil, María Ángeles Pérez López enhebra una sucesión de personajes dramáticos (no en vano una cita de 2666, de Roberto Bolaño, ancla las que abren el libro) que se funden en un solo dolor, una sola causa desesperanzada, urgente e innegociable.

Atavío y mortaja, se diría del efecto de ese hilo que hilara Remedios Varo y que Frida Kahlo aceptaría para bordar sus últimos trajes; fotografía despojada en un autorretrato de Claude Cahun, de Yayoi Kusama; una aventura interior. Una visión («la mujer pinta un prado y saltamontes / sobre su calva blanca y aterida») o un dolor al que dar forma, ése parece el mandato que ha escuchado la poeta, la artista.

Olvido García Valdés

[Ciervos]

La mujer espera la llegada de los ciervos.

Se sienta en la cuneta y se descalza.

Con la uña más pequeña de su pie

rasca la tierra blanda y enmohecida

hasta arrancar un árbol de raíz.

Con un dedo invisible en su estatura,

remoto soberano primordial

empuja los nogales, los gomeros,

las hayas y los robles, los manzanos.

Después, bajo la lluvia, se arrepiente

mientras le late el pánico en la ropa.

El dedo mutilado es como el odio

del árbol mutilado, en la mujer

que se pinta en los labios treinta y dos

piezas dentales blancas, esmaltadas

con las que no morderse los pezones

ni llorar por los árboles caídos

y que suben despacio, en sus alveolos,

como subió cada árbol a su copa.

Del tronco descuajado, vuelto torre

gemela de otras torres neoyorquinas

caen los pájaros muertos, las personas

como estorninos muertos, el ramaje

como chicharra muerta, los tablones

como féretros muertos para Irak.

La mujer entretanto se avergüenza,

guarda el dedo y su uña, sus dolores,

el esponjoso hueco de la encía

en que ató cada diente su raíz

y levantó una torre mineral.

A su lado, los árboles reposan

su tiempo de madera, griterío

de perros y de niños clausurados,

los brazos y las piernas como ramas

taladas con dolor contra la tierra.

Los animales huyen espantados.

Los ciervos se disculpan y no vienen.

                  

[Ombligo]

De su ombligo pequeño, la mujer

saca un hilo invisible y despiadado

con el que fabricarse una peluca.

Tira de él, lo devana en un carrete

y teje una melena amarillenta

para tapar su calva, su pesar,

su cráneo endurecido por la quimio.

Cada porción minúscula de pelo

equivale al total exactamente,

en un píxel de la hebra rectilínea

es completa la masa celular,

resume lo heredado y lo futuro,

el tiempo en su promesa y su baúl.

Por su ombligo pequeño, la mujer

se levanta sin lágrimas, pasea

por el pasillo blanco de hospital

y mira sin rencor y sin pestañas.

Después pinta con yodo su peluca

y sonríe despacio ante el espejo

con su hermosura intacta y sin dolencia.

El yodo trae el mar y las gaviotas;

su perfume es salitre y condición

de isótopo soluble, hospitalario

que acaricia la calva, cicatriz.

De su ombligo no nace ningún loto,

no hay belleza redonda o proporción

áurea que mida el mundo y a los hombres,

sino solo el trajín deshilachado

del útero manchado de pobreza

que alberga, como un cuerpo en otro cuerpo,

la condición fibrosa del tumor.

Pero ella no se queja ni lamenta,

pinta un pez de agua dulce entre su pelo

y lo peina despacio y entregada.

[Elefantes]

Como los elefantes, la mujer

se inquieta ante los huesos de su especie,

mueve nerviosamente la cabeza,

se extravía y tropieza en su dolor.

Los esqueletos largos, mascarones

que arrojaron el mar y el pleistoceno

para dormir, lavados por el agua

hasta volverse láminas de luz,

son una herida abierta y silenciosa

que los grandes mamíferos levantan

con tal delicadeza, con colmillos

en su arabesco y su melancolía.

Porque los elefantes, la mujer,

elevan la osamenta de los suyos

y los acunan con sus grandes dientes,

los mecen con pasión y con trastorno.

Como los elefantes, la mujer

cubre su piel de arena y de termitas,

arroja a sus costillas, su espaldar

la tierra de sus muertos, se recubre

de su aspereza seca, ventolera

o ráfaga de tiempo calcinado

y canta lentamente una canción

que en su baja frecuencia, solo escuchan

congéneres lejanos, primordiales.

Cuando pinta sus dientes de marfil,

dentina opaca y blanca, romboidal

que prestigia su boca y su alegría,

la mujer talla en ellos la aflicción

preciosa, endurecida como laja

que atraviesa la luz y la somete.

                                                                     a Esteban Peicovich, por «El otro amor»

[Exacto centro]

En el exacto centro de su centro

la mujer pinta el vértigo y se asoma.

Como los gatos negros de la noche,

camina alrededor, mide el vacío,

se asoma a su avispero, su intervalo

de dolor a dolor, su abismamiento

y acerca los dos pies, la coyuntura

en que el barranco traga las palabras,

piedritas ya vencidas por su lastre.

Con su rencor purísimo y amargo

que es la fermentación de la mentira,

la mujer vuelca ácido carbónico

en su esternón, el hueso valeroso

cuya forma es la grieta, la fractura

en la concentración de la materia.

Vierte también vinagre y disolventes

sobre su corazón como una zanja

y en el abismo pinta un nuevo abismo,

un agujero negro en que la luz

nunca puede salir, queda exigida

a su larga derrota, su fortuna

de los días fatídicos, sus trece.

Asomada a su pozo, ya invisible,

se entrega a la pasión, la noche oscura,

el vértigo pintado sobre el hueso

de quien subida al piso veintiocho

en su azotea y su angustia vertical,

se tizna con carbón, tiñe su piel

de negro sobre negro y ensombrece

desaires, precipicios y basaltos.

Tan solo brilla el miedo, el corazón.

                                                                                             a Reina María Rodríguez

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MARÍA ÁNGELES PÉREZ LÓPEZ (Valladolid, 1967) es poeta y profesora titular de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca. Ha publicado los libros Tratado sobre la geografía del desastre (1997), La sola materia (Premio de Poesía «Tardor», 1998), Carnalidad del frío (Premio de Poesía «Ciudad de Badajoz», 2000), La ausente (2004), Atavío y puñal (2012) y Fiebre y compasión de los metales (finalista del Premio Nacional de la Crítica, 2016); así como las plaquettes El ángel de la ira (1999) y Pasión vertical (2007). Antologías de su obra han sido publicadas en Caracas, Ciudad de México, Quito, Nueva York, Monterrey y Bogotá. Acaba de aparecer la antología Algebra dei giorni (Álgebra de los días), edición bilingüe traducida por Emilio Coco en Italia para la editorial Raffaelli. Poemas suyos han sido incluidos en publicaciones de varios países y traducidos a diversas lenguas.

Publicado el 17/10/2017