Rilke

Requiem (1908)

Traducción de Felipe R. Ayuso

Rilke por Paula Becker

El Requiem fue escrito por Rainer Maria Rilke entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre de 1908 en el hotel Biron de París a la memoria de su amiga, la pintora Paula Becker, fallecida un año antes al dar a luz a su primer hijo. Becker formó parte de la comunidad artística de Worspede y retrató a Rilke en 1906. Gran admirador de la obra de Becker, Heidegger creía que en su retrato -supuestamente inacabado- del poeta había anticipado lo que éste llegaría a ser en el futuro, pero aún no había manifestado en su obra.

  Requiem (1908)

                                                         Para una amiga.

Yo he tenido otros muertos, y al irme de su lado

sentía la extrañeza de verlos tan tranquilos,

tan pronto acomodados, como en su propia casa,

en su esencia de muertos, de modo tan distinto

a su fama. Tan sólo tú vuelves hacia mí,

me rozas, giras, quieres que algo, al chocar, resuene

y pueda traicionarte. No me quites, te ruego,

lo que sólo aprendí lentamente. Yo tengo

razón; tú te equivocas cuando sientes nostalgia

por lo que te conmueve. Nosotros lo cambiamos,

ya no está aquí, y hacemos de nuestro propio ser

reflejo en el instante en que lo descubrimos.

Te creía más lejos. Me trastorna saber

que  precisamente vengas a mí vagando,

quien cambió como nunca lo hizo otra mujer.

No fue que al morir tú sintiéramos espanto,

lo que sí nos afecta es que tu brusca muerte

en tinieblas nos deja, separando el futuro

del pasado; ordenar todo esto ha de ser

el trabajo que habremos de hacer con todo ahora.

Pero que tú te espantes a ti misma, y que ahora

sientas espanto en donde no cabe espanto alguno;

que de tu eternidad hayas perdido un trozo

y vuelvas hacia aquí, hacia aquí, amiga mía,

donde aún no está todo; que tú misma, en el Todo

dispersa por primera vez, y partida, puedas

no entender el ascenso de las naturalezas

infinitas, igual que aquí todas las cosas;

que del círculo a ti, que ya te ha recibido,

la muda gravedad de una cierta inquietud

hacia el tiempo contado te arrastre, por las noches

hace que me despierte como si hubiera entrado

un ladrón en mi cuarto. Y si decir pudiera

que te sientes tranquila, que vienes por exceso

de magnanimidad, tan segura de ti,

que marchas como un niño sin miedo a los lugares

que pueden hacer daño: pero no, tú suplicas.

Y esto, como una sierra, me penetra en los huesos.

Un reproche cualquiera que trajera tu espíritu,

que llegara hasta mí cuando al llegar la noche

me encierro en mis entrañas, mis pulmones, la cámara

más pobre de mi pobre corazón, un reproche

semejante no fuera tan cruel como lo es

tu súplica. ¿Qué pides? ¿Qué querrías que hiciera?

¿Debo salir de viaje? ¿Acaso abandonaste

en algún sitio algo que sufre y que desea

volver a ti? ¿Deseas que marche a algún lugar

que nunca conociste, pese a serte tan próximo

como la otra mitad de todos tus sentidos?

Yo quiero navegar sobre sus ríos, quiero

desembarcar en tierra y preguntar a todos

por sus viejas costumbres, hablar con las mujeres

delante de la puerta de sus casas y oírlas

llamando a sus chiquillos. Quiero ver cómo cambian

con su duro trabajo el aspecto de campos

y de prados; yo quiero pedir que me conduzcan

delante de su rey, y lograr con sobornos

que me pongan sus clérigos delante de la estatua

más grande y que se vayan, cerrando los portones

del templo. Pero luego, cuando ya sepa mucho,

quiero a los animales mirar sencillamente,

para que se deslice en mis miembros un poco

de su cambio; yo quiero existir brevemente

en sus ojos de forma que me tengan y luego

me dejen lentamente, sin juicio ni dictamen.

Y que los jardineros me reciten el nombre

de las flores, de forma que pueda con sus restos

extraer el resumen de más de cien olores.

Y quiero comprar frutos, todos cuantos la tierra

produce, todos ellos, hasta alcanzar el cielo.

Pues tú sabías de esto: de los frutos, de todos.

Sabías colocarlos ante ti en las bandejas,

y compensar su peso con diversos colores.

Y veías también como frutos los niños,

y también las mujeres, impulsadas por dentro

hasta alcanzar la forma de su propia existencia.

Y te viste por fin como un fruto a ti misma,

saliste de tu ropa, te pusiste desnuda

ante el espejo, entraste en él y allí quedaste,

excepto tu mirada; que, asombrada, no dijo:

ésa soy yo; no, dijo: es eso. Y finalmente

desprovista de toda curiosidad quedó

tu mirada, tan pobre y tan desposeída,

que ni a ti codiciaba siquiera: ya era santa.

Así quiero tenerte, como tú en el espejo

quedaste, dentro de él y lejos ya de todo.

¿Por qué razón me vienes de forma tan distinta?

¿Y por qué te desmientes? ¿Por qué razón me quieres

convencer de que el ámbar que rodea tu cuello

es aún más pesado que el del cuadro en reposo

del más allá?; ¿por qué tu actitud hacia mí

un mal presentimiento trae consigo?; ¿a qué aspiras

dibujando el contorno de tu cuerpo al igual

que en la palma las líneas de la mano, de forma

que no pueda mirarlo sin mirar el destino?

Acércate a la luz de la vela, no temo

mirarles a la cara a los muertos. Si vienen

es que tienen derecho a aguantar la mirada

como las demás cosas. Ven aquí junto a mí,

quedémonos un rato. ¿No ves sobre mi mesa

de trabajo esa rosa? ¿No cae la luz sobre ella

con el mismo temblor que sobre ti? Tampoco

es éste su lugar. Ahí fuera, en el jardín

debió quedarse, lejos de mí o quizás marchita;

ahí sigue, sin embargo; ¿le importa mi conciencia?

No te asustes si ahora comprendo finalmente

que se eleva en mi ser; no me es posible ya

dejar de comprenderlo, aunque muera por ello.

Comprender que tú estás ante mí. Lo comprendo.

Como un ciego comprende algo que le rodea,

siento yo tu destino, sin conocer su nombre.

Lamentemos, pues, juntos, que alguien te haya sacado

de tu espejo. ¿Es que puedes todavía llorar?

Ya no puedes. La fuerza y apremio de tus lágrimas

transformaste en mirada ya madura, dispuesta

a cambiar toda savia que haya en ti en una fuerte

existencia que crece y gira, en equilibrio

y a ciegas. Pero entonces una casualidad,

la última posible, te arrancó de ti misma,

y desde el más lejano avance te arrastró

a este mundo de nuevo, donde las savias quieren.

Te arrancaste un trozo, no toda de una vez;

mas según aumentó día a día ese trozo

su propia realidad, ésta al fin tan pesada

se volvió que a ti entera necesitaste; y luego

con esfuerzo en pedazos te rompiste saliendo

de la ley porque te eras necesaria a ti misma.

Entonces te excavaste, de la tierra nocturna

del corazón caliente extrajiste las verdes

semillas que debían hacer brotar tu muerte.

Tuya, tu propia muerte para tu propia vida.

Y tú te los comiste, los granos de tu muerte,

como todos lo hacen, te comiste sus granos,

y te quedó un regusto dulce que no esperabas,

se endulzaron tus labios, que ya eran dulces antes

en el propio interior de todos los sentidos.

Déjanos lamentarnos. ¿Sabes tú que tu sangre

retornó a tu llamada, a la fuerza y sin ganas,

de un círculo cerrado sin parangón alguno?,

¿que al torrente pequeño del cuerpo retornó

turbada?, ¿que entró llena de asombro y de recelo

de nuevo en la placenta y sintió de repente

un inmenso cansancio tras un viaje tan largo?

La empujaste, la hiciste seguir hacia delante,

la arrastraste al hogar como se hace a un rebaño

que va hacia el matadero; y encima pretendías

que estuviera contenta. Y al final lo lograste:

discurrió alegremente, se entregó por completo.

Acostumbrada ya a medidas distintas,

creíste que sería por un rato tan sólo,

pero estabas ya ahora en el tiempo, y el tiempo

es largo, el tiempo sigue y aumenta; el tiempo es

como una recaída tras larga enfermedad.

Qué corta era tu vida, cuando la comparabas

con las horas aquellas en que estabas sentada

y en silencio impulsabas las fuerzas de tus muchos

futuros a ese nuevo embrión que de nuevo

volvía a ser destino. ¡Oh, labor! ¡Oh, labor

superior a tus fuerzas! La hacías día a día,

te arrastrabas a ella y extraías la trama

del telar, y empleabas de otra forma los hilos.

Y al final aún tenías ánimos para fiesta.

Como ya estaba hecho, querías recompensa,

como el niño que acaba de beber un té amargo

que podría curarle. Y lo hacías tú misma,

pues estabas tan lejos de todos los demás.

Incluso ahora; nadie podía imaginar

qué premio te sería preferible. Mas tú

lo sabías. Tú estabas sentada en tu cunita,

delante de un espejo, que te mostraba todo.

Pero todo eras delante por completo,

y dentro sólo había engaño e ilusión,

el hermoso espejismo de la mujer que gusta

de adornarse y hacerse un peinado distinto.

Así moriste tú, como antaño a menudo

lo hacían las mujeres; en tu casa caldeada

padeciste la muerte de las recién paridas

que querrían de nuevo cerrarse, sin poderlo,

porque la oscuridad que habían engendrado

volvía nuevamente, y forzaba la entrada.

¿No debieron buscar plañideras entonces?

¿Mujeres que se prestan a llorar por dinero

y se pasan la noche dando gritos de pena

y rompiendo el silencio? Son costumbres. Ahora

no tenemos bastantes costumbres. Todo pasa

mal contado. Tú debes venir, muerta, y conmigo

recuperar las quejas. ¿No escuchas mis lamentos?

Yo querría arrojar mi voz como un pañuelo

encima de los trozos de tu muerte, y tirar

hasta que se deshaga en hilachos y todo

cuanto digo, andrajoso, en ella debería

entrar y congelarse; quedaría en lamento.

Ciertamente denuncio: pero no lo hago a aquel

que supo retirarte de ti misma (no puedo

encontrarle, es igual que todos los demás),

sino al hombre: denuncio en él a todo el resto.

Cuando en alguna parte se eleva en mí la esencia

de un niño que aún no puedo conocer, quizás incluso

de mi propia niñez la esencia más genuina,

no quiero saber nada. Sin mirarlo yo quiero

hacer un ángel de ella, y ponerlo en la fila

primera de los ángeles que gritan y recuerdan

a Dios. Pues esta pena dura ya tanto tiempo

sin que nadie lo pueda evitar; tan difícil

nos resulta a nosotros el confuso dolor

del falso amor que toma prescripción por costumbre

y se llama justicia, creciendo en la injusticia.

¿Donde se encuentra un hombre con derecho a tener

posesión? ¿Cómo puede poseerse una cosa

que nunca permanece, que se agarra de vez

en cuando felizmente, y se arroja a sí misma

de nuevo como un niño que juega a la pelota?

Tan poco como puede un capitán fijar

la Niké a la proa del barco, si la frívola

esencia de la diosa de repente la arranca

con el brillante viento de la mar encrespada.

No más puede cualquiera de nosotros llamar

a la mujer que nunca ha de vernos de nuevo,

y se va en una estrecha cinta de su destino,

sin accidente alguno, como por un milagro:

el oficio y el ansia tendría de la culpa.

Pues esto sí que es culpa, si es que existe la culpa:

no aumentar de un amor la libertad por cima

de cuantas libertades uno lleva consigo.

Cuando amamos tenemos sólo eso: dejarnos

libres, pues sujetarnos es demasiado fácil

y no hay necesidad de aprender cómo hacerlo.

¿Sigues ahí? Contesta. ¿En qué rincón te encuentras?

Tanto has sabido tú de todo que te fuiste

abierta como un día que empieza a amanecer.

Las mujeres padecen: amar es estar solo,

y a veces los artistas sienten en su trabajo

que deben transformarlas en el sitio en que aman.

Tú empezaste ambas cosas; ambas están en eso

que deforma la fama que te arrastra. Tú estabas

lejos de toda fama. Tú eras invisible;

cogiste suavemente tu belleza al igual

que en una gris mañana de un día laborable

se arría una bandera, como un largo trabajo

que aún no ha sido hecho; pese a todo, aún no.

Si estás aún ahí, si queda aún algún sitio

en esta oscuridad, en el que resonar

pueda sobre las ondas sonoras tu sensible

espíritu, y que agita en la noche una voz

aislada, en la corriente de una elevada estancia,

escucha: ayúdame. Ves que nos deslizamos,

sin que sepamos cuándo, desde nuestro progreso

en algo que nosotros no intentamos: allí,

como si fuera un sueño, quedamos enredados

y morimos allí sin haber despertado.

Nadie va más allá. A todo el que levanta

su sangre en un trabajo de larga duración

le puede suceder que no consiga alzarla

por más tiempo, y ya inútil, descienda por su peso.

Pues hay en algún sitio una animosidad

antigua entre la vida y nuestro gran trabajo.

Ojalá yo la vea y ella me diga: ayúdame.

No regreses. Si puedes, sé un muerto como todos.

Siempre están ocupados. Pero sí, ayúdame,

sin que eso te distraiga, como a veces también

me ayuda lo que está más lejos de mí mismo.

__________

FELIPE R. AYUSO (Madrid, 1932) trabajó para la OMS en el Congo, se especializó en anatomía patológica en Alemania y regresó finalmente a España. Ha compaginado la medicina con la traducción.    

Publicado el 26/12/2016   

Für eine Freundin.

Ich habe Tote, und ich ließ sie hin

und war erstaunt, sie so getrost zu sehn,

so rasch zuhaus im Totsein, so gerecht,

so anders als ihr Ruf. Nur du, du kehrst

zurück; du streifst mich, du gehst um, du willst

an etwas stoßen, daß es klingt von dir

und dich verrät. O nimm mir nicht, was ich

langsam erlern. Ich habe recht; du irrst

wenn du gerührt zu irgend einem Ding

ein Heimweh hast. Wir wandeln dieses um;

es ist nicht hier, wir spiegeln es herein

aus unserm Sein, sobald wir es erkennen.

Ich glaubte dich viel weiter. Mich verwirrts,

daß du gerade irrst und kommst, die mehr

verwandelt hat als irgend eine Frau.

Daß wir erschraken, da du starbst, nein, daß

dein starker Tod uns dunkel unterbrach,

das Bisdahin abreißend vom Seither:

das geht uns an; das einzuordnen wird

die Arbeit sein, die wir mit allem tun.

Doch daß du selbst erschrakst und auch noch jetzt

den Schrecken hast, wo Schrecken nicht mehr gilt;

daß du von deiner Ewigkeit ein Stück

verlierst und hier hereintrittst, Freundin, hier,

wo alles noch nicht ist; daß du zerstreut,

zum ersten Mal im All zerstreut und halb,

den Aufgang der unendlichen Naturen

nicht so ergriffst wie hier ein jedes Ding;

daß aus dem Kreislauf, der dich schon empfing,

die stumme Schwerkraft irgend einer Unruh

dich niederzieht zur abgezählten Zeit –:

dies weckt mich nachts oft wie ein Dieb, der einbricht.

Und dürft ich sagen, daß du nur geruhst,

daß du aus Großmut kommst, aus Überfülle,

weil du so sicher bist, so in dir selbst,

daß du herumgehst wie ein Kind, nicht bange

vor Örtern, wo man einem etwas tut –:

doch nein: du bittest. Dieses geht mir so

bis ins Gebein und querrt wie eine Säge.

Ein Vorwurf, den du trügest als Gespenst,

nachtrügest mir, wenn ich mich nachts zurückzieh

in meine Lunge, in die Eingeweide,

in meines Herzens letzte ärmste Kammer,

ein solcher Vorwurf wäre nicht so grausam,

wie dieses Bitten ist. Was bittest du?

Sag, soll ich reisen? Hast du irgendwo

ein Ding zurückgelassen, das sich quält

und das dir nachwill? Soll ich in ein Land,

das du nicht sahst, obwohl es dir verwandt

war wie die andre Hälfte deiner Sinne?

Ich will auf seinen Flüssen fahren, will

an Land gehn und nach alten Sitten fragen,

will mit den Frauen in den Türen sprechen

und zusehn, wenn sie ihre Kinder rufen.

Ich will mir merken, wie sie dort die Landschaft

umnehmen draußen bei der alten Arbeit

der Wiesen und der Felder; will begehren,

vor ihren König hingeführt zu sein,

und will die Priester durch Bestechung reizen,

daß sie mich legen vor das stärkste Standbild

und fortgehn und die Tempeltore schließen.

Dann aber will ich, wenn ich vieles weiß,

einfach die Tiere anschaun, daß ein Etwas

von ihrer Wendung mir in die Gelenke

herübergleitet; will ein kurzes Dasein

in ihren Augen haben, die mich halten

und langsam lassen, ruhig, ohne Urteil.

Ich will mir von den Gärtnern viele Blumen

hersagen lassen, daß ich in den Scherben

der schönen Eigennamen einen Rest

herüberbringe von den hundert Düften.

Und Früchte will ich kaufen, Früchte, drin

das Land noch einmal ist, bis an den Himmel.

Denn Das verstandest du: die vollen Früchte.

Die legtest du auf Schalen vor dich hin

und wogst mit Farben ihre Schwere auf.

Und so wie Früchte sahst du auch die Fraun

und sahst die Kinder so, von innen her

getrieben in die Formen ihres Daseins.

Und sahst dich selbst zuletzt wie eine Frucht,

nahmst dich heraus aus deinen Kleidern, trugst

dich vor den Spiegel, ließest dich hinein

bis auf dein Schauen; das blieb groß davor

und sagte nicht: das bin ich; nein: dies ist.

So ohne Neugier war zuletzt dein Schaun

und so besitzlos, von so wahrer Armut,

daß es dich selbst nicht mehr begehrte: heilig.

So will ich dich behalten, wie du dich

hinstelltest in den Spiegel, tief hinein

und fort von allem. Warum kommst du anders?

Was widerrufst du dich? Was willst du mir

einreden, daß in jenen Bernsteinkugeln

um deinen Hals noch etwas Schwere war

von jener Schwere, wie sie nie im Jenseits

beruhigter Bilder ist; was zeigst du mir

in deiner Haltung eine böse Ahnung;

was heißt dich die Konturen deines Leibes

auslegen wie die Linien einer Hand,

daß ich sie nicht mehr sehn kann ohne Schicksal?

Komm her ins Kerzenlicht. Ich bin nicht bang,

die Toten anzuschauen. Wenn sie kommen,

so haben sie ein Recht, in unserm Blick

sich aufzuhalten, wie die andern Dinge.

Komm her; wir wollen eine Weile still sein.

Sieh diese Rose an auf meinem Schreibtisch;

ist nicht das Licht um sie genau so zaghaft

wie über dir: sie dürfte auch nicht hier sein.

Im Garten draußen, unvermischt mit mir,

hätte sie bleiben müssen oder hingehn, –

nun währt sie so: was ist ihr mein Bewußtsein?

Erschrick nicht, wenn ich jetzt begreife, ach,

da steigt es in mir auf: ich kann nicht anders,

ich muß begreifen, und wenn ich dran stürbe.

Begreifen, daß du hier bist. Ich begreife.

Ganz wie ein Blinder rings ein Ding begreift,

fühl ich dein Los und weiß ihm keinen Namen.

Laß uns zusammen klagen, daß dich einer

aus deinem Spiegel nahm. Kannst du noch weinen?

Du kannst nicht. Deiner Tränen Kraft und Andrang

hast du verwandelt in dein reifes Anschaun

und warst dabei, jeglichen Saft in dir

so umzusetzen in ein starkes Dasein,

das steigt und kreist im Gleichgewicht und blindlings.

Da riß ein Zufall dich, dein letzter Zufall

riß dich zurück aus deinem fernsten Fortschritt

in eine Welt zurück, wo Säfte wollen.

Riß dich nicht ganz; riß nur ein Stück zuerst,

doch als um dieses Stück von Tag zu Tag

die Wirklichkeit so zunahm, daß es schwer ward,

da brauchtest du dich ganz: da gingst du hin

und brachst in Brocken dich aus dem Gesetz

mühsam heraus, weil du dich brauchtest. Da

trugst du dich ab und grubst aus deines Herzens

nachtwarmem Erdreich die noch grünen Samen,

daraus dein Tod aufkeimen sollte: deiner,

dein eigner Tod zu deinem eignen Leben.

Und aßest sie, die Körner deines Todes,

wie alle andern, aßest seine Körner,

und hattest Nachgeschmack in dir von Süße,

die du nicht meintest, hattest süße Lippen,

du: die schon innen in den Sinnen süß war.

O laß uns klagen. Weißt du, wie dein Blut

aus einem Kreisen ohnegleichen zögernd

und ungern wiederkam, da du es abriefst?

Wie es verwirrt des Leibes kleinen Kreislauf

noch einmal aufnahm; wie es voller Mißtraun

und Staunen eintrat in den Mutterkuchen

und von dem weiten Rückweg plötzlich müd war.

Du triebst es an, du stießest es nach vorn,

du zerrtest es zur Feuerstelle, wie

man eine Herde Tiere zerrt zum Opfer;

und wolltest noch, es sollte dabei froh sein.

Und du erzwangst es schließlich: es war froh

und lief herbei und gab sich hin. Dir schien,

weil du gewohnt warst an die andern Maße,

es wäre nur für eine Weile; aber

nun warst du in der Zeit, und Zeit ist lang.

Und Zeit geht hin, und Zeit nimmt zu, und Zeit

ist wie ein Rückfall einer langen Krankheit.

Wie war dein Leben kurz, wenn du's vergleichst

mit jenen Stunden, da du saßest und

die vielen Kräfte deiner vielen Zukunft

schweigend herabbogst zu dem neuen Kindkeim,

der wieder Schicksal war. O wehe Arbeit.

O Arbeit über alle Kraft. Du tatest

sie Tag für Tag, du schlepptest dich zu ihr

und zogst den schönen Einschlag aus dem Webstuhl

und brauchtest alle deine Fäden anders.

Und endlich hattest du noch Mut zum Fest.

Denn da's getan war, wolltest du belohnt sein,

wie Kinder, wenn sie bittersüßen Tee

getrunken haben, der vielleicht gesund macht.

So lohntest du dich: denn von jedem andern

warst du zu weit, auch jetzt noch; keiner hätte

ausdenken können, welcher Lohn dir wohltut.

Du wußtest es. Du saßest auf im Kindbett,

und vor dir stand ein Spiegel, der dir alles

ganz wiedergab. Nun war das alles Du

und ganz davor, und drinnen war nur Täuschung,

die schöne Täuschung jeder Frau, die gern

Schmuck umnimmt und das Haar kämmt und verändert.

So starbst du, wie die Frauen früher starben,

altmodisch starbst du in dem warmen Hause

den Tod der Wöchnerinnen, welche wieder

sich schließen wollen und es nicht mehr können,

weil jenes Dunkel, das sie mitgebaren,

noch einmal wiederkommt und drängt und eintritt.

Ob man nicht dennoch hätte Klagefrauen

auftreiben müssen? Weiber, welche weinen

für Geld, und die man so bezahlen kann,

daß sie die Nacht durch heulen, wenn es still wird.

Gebräuche her! wir haben nicht genug

Gebräuche. Alles geht und wird verredet.

So mußt du kommen, tot, und hier mit mir

Klagen nachholen. Hörst du, daß ich klage?

Ich möchte meine Stimme wie ein Tuch

hinwerfen über deines Todes Scherben

und zerrn an ihr, bis sie in Fetzen geht,

und alles, was ich sage, müßte so

zerlumpt in dieser Stimme gehn und frieren;

blieb es beim Klagen. Doch jetzt klag ich an:

den Einen nicht, der dich aus dir zurückzog,

(ich find ihn nicht heraus, er ist wie alle)

doch alle klag ich in ihm an: den Mann.

Wenn irgendwo ein Kindgewesensein

tief in mir aufsteigt, das ich noch nicht kenne,

vielleicht das reinste Kindsein meiner Kindheit:

ich wills nicht wissen. Einen Engel will

ich daraus bilden ohne hinzusehn

und will ihn werfen in die erste Reihe

schreiender Engel, welche Gott erinnern.

Denn dieses Leiden dauert schon zu lang,

und keiner kanns; es ist zu schwer für uns,

das wirre Leiden von der falschen Liebe,

die, bauend auf Verjährung wie Gewohnheit,

ein Recht sich nennt und wuchert aus dem Unrecht.

Wo ist ein Mann, der Recht hat auf Besitz?

Wer kann besitzen, was sich selbst nicht hält,

was sich von Zeit zu Zeit nur selig auffängt

und wieder hinwirft wie ein Kind den Ball.

Sowenig wie der Feldherr eine Nike

festhalten kann am Vorderbug des Schiffes,

wenn das geheime Leichtsein ihrer Gottheit

sie plötzlich weghebt in den hellen Meerwind:

so wenig kann einer von uns die Frau

anrufen, die uns nicht mehr sieht und die

auf einem schmalen Streifen ihres Daseins

wie durch ein Wunder fortgeht, ohne Unfall:

er hätte denn Beruf und Lust zur Schuld.

Denn das ist Schuld, wenn irgendeines Schuld ist:

die Freiheit eines Lieben nicht vermehren

um alle Freiheit, die man in sich aufbringt.

Wir haben, wo wir lieben, ja nur dies:

einander lassen; denn daß wir uns halten,

das fällt uns leicht und ist nicht erst zu lernen.

Bist du noch da? In welcher Ecke bist du? –

Du hast so viel gewußt von alledem

und hast so viel gekonnt, da du so hingingst

für alles offen, wie ein Tag, der anbricht.

Die Frauen leiden: lieben heißt allein sein,

und Künstler ahnen manchmal in der Arbeit,

daß sie verwandeln müssen, wo sie lieben.

Beides begannst du; beides ist in Dem,

was jetzt ein Ruhm entstellt, der es dir fortnimmt.

Ach du warst weit von jedem Ruhm. Du warst

unscheinbar; hattest leise deine Schönheit

hineingenommen, wie man eine Fahne

einzieht am grauen Morgen eines Werktags,

und wolltest nichts, als eine lange Arbeit, –

die nicht getan ist: dennoch nicht getan.

Wenn du noch da bist, wenn in diesem Dunkel

noch eine Stelle ist, an der dein Geist

empfindlich mitschwingt auf den flachen Schallwelln,

die eine Stimme, einsam in der Nacht,

aufregt in eines hohen Zimmers Strömung:

So hör mich: Hilf mir. Sieh, wir gleiten so,

nicht wissend wann, zurück aus unserm Fortschritt

in irgendwas, was wir nicht meinen; drin

wir uns verfangen wie in einem Traum

und drin wir sterben, ohne zu erwachen.

Keiner ist weiter. Jedem, der sein Blut

hinaufhob in ein Werk, das lange wird,

kann es geschehen, daß ers nicht mehr hochhält

und daß es geht nach seiner Schwere, wertlos.

Denn irgendwo ist eine alte Feindschaft

zwischen dem Leben und der großen Arbeit.

Daß ich sie einseh und sie sage: hilf mir.

Komm nicht zurück. Wenn du's erträgst, so sei

tot bei den Toten. Tote sind beschäftigt.

Doch hilf mir so, daß es dich nicht zerstreut,

wie mir das Fernste manchmal hilft: in mir.